El virus del Estado ausente


Los momentos de lucidez en que acaricio la historia me dan paz. 
Raysa Morales.

No vivimos momentos de lucidez. La historia no se acerca cauta ni próxima. Por el contrario, nos atropella el tiempo de la enfermedad invisible-posible, de no saber y no entender, aunque mucho de lo que empezamos a sentir tiene que ver con la irresponsabilidad y el descuido con el que tratamos a nuestros semejantes y a todos los seres vivos.

Entran en nuestras vidas -sin permiso y como elefante en cacharrería- conceptos y rutinas que nos protegen y nos lastiman al mismo tiempo. Buscamos aislamiento y distancia en el país que nos aísla por ley y principio, desde siempre y en todo momento: por el apellido, el lugar de nacimiento, la herencia, el idioma, la indumentaria. Necesitamos seguridad, pero la seguridad en Guatemala siempre ha estado vinculada al dominio del ejército y al terror del enemigo interno. De repente lo nuevo es no tan nuevo: el toque de queda, el ejército en las calles, el lenguaje de guerra.

Mi sensación es que empezamos a vivir tanto en un tiempo radicalmente diferente (seguramente lo sentiremos más en el medio plazo que ahora mismo) como en un bucle de la historia: no salir de casa, el miedo o la prevención ante el otro. Se reducen derechos en nombre de nuestra salud y perdemos salud como consecuencia: movilidad, sociabilidad, recreación, afecto. 

Más exclusión en tiempos de crisis

No nos da paz, nos perturba que las propuestas para enfrentar la crisis no signifiquen lo mismo para unos que para otros, que amplifiquen las diferencias, contribuyan a la marginalización y la vulnerabilidad. Un mensaje tan sencillo como Lavarse las manos frecuentemente es para muchas familias consejo, ilusión o burla. ¿Acaso nos olvidamos de que el 41% de hogares carece de acceso a agua por medio de tubería dentro de la vivienda, o que el 2% de hogares accede a agua exclusivamente cuando llueve? (Censo 2018).

¿Cómo sufren el Quédate en casa aquellas familias que viven en hacinamiento? En el  29% de los hogares las personas cocinan en el mismo lugar donde duermen; el 44% de los hogares cuenta con un solo dormitorio; 28% de los hogares apenas dispone de un cuarto para todas sus actividades (Censo 2018). 

Palabras (y acciones políticas) como cuarentena, confinamiento, aislamiento, carecen de sentido para quienes encuentran en la calle la única posibilidad de sobrevivir. 

La expansión de la pandemia es amenaza real, con posibles consecuencias desastrosas sobre la salud de la población en vulnerabilidad, por ejemplo, la niñez desnutrida (46.5% de la población).  El problema es que percibimos una distancia enorme entre esta amenaza, las medidas necesarias y las acciones/capacidad del gobierno y las instituciones.

Salvo la cuarentena y la restricción parcial de movilidad (que no tiene en cuenta la necesidad de salir de los trabajadores forzados por los empresarios y el trabajo informal), el gobierno concentra su acción en pocas, limitadas y focalizadas acciones: la habilitación del Parque de la Industria para atención de personas enfermas, el hospital de Villa Nueva como centro de cuarentena, la apertura de otro hospital de emergencia en Quetzaltenango, y se me acaban los ejemplos. El anuncio de la habilitación de 300 millones de quetzales para ayuda directa a familias (menos 5% de la ampliación presupuestaria de siete mil millones anunciada por el Ejecutivo), u otro anuncio reciente (un mil millones en créditos para empresas, tanto pequeñas como grandototas) son más que insuficientes y menos que paliativos. 

En otros países, donde de todas formas estoy seguro de que no son como aquí tiempos de lucidez, plantean o ya han puesto en marcha medidas como:

  •  Moratoria de pago de alquileres, luz, agua y telefonía. 
  • Bonos o rentas solidarias durante el tiempo que dure la crisis, para personas afectadas o para toda la población en situación de vulnerabilidad. 
  • Renta básica universal. 
  • Apoyo a pequeñas empresas y economía informal. Apoyo a la producción y comercialización de pequeños campesinos, para que sigan garantizando la alimentación.
  • Fortalecimiento del sistema de salud, en cobertura, persona, insumos, etc. a partir de transferencias de ministerios de accionar irrelevante y/o oneroso. 

La distancia física es necesaria y responsabilidad de todas y todos garantizarla. Al tiempo, es nuestra obligación denunciar y manifestar nuestro rechazo cuando observamos que los mismos de siempre, con las mismas prácticas y discursos idénticos y vacíos, continúan haciendo nada, en términos de la población más necesitada y demandante. 

Autor: Andrés Cabanas, 23 de marzo de 2020

Coronavirus en Guatemala: distancia física y comunidades solidarias

¿La crisis de salud por la posible propagación del coronavirus saca lo mejor de nosotros mismos o solamente define nuestros contornos? Por ahora gana la segunda opción. 

Al oído de los empresarios: si hoy la opción posible (o la utilizada mayoritariamente) para evitar la expansión del coronavirus es el distanciamiento y la paralización de la actividad económica, no se puede justificar que cientos de miles de trabajadores sean obligados a trabajar, poniendo en riesgo su salud y el de todas las personas cercanas, con tal de no afectar el beneficio empresarial.   

Al oído del gobierno: si su estrategia es la cuarentena preventiva (todavía limitada), su obligación es adoptar medidas para que la población que sobrevive en la economía informal, el día a día, la calle y la socialización como opciones únicas, reciba temporalmente ayuda (a través de cualquier mecanismo) que le posibilite subsistir mientras la epidemia no se expande o se controla.

Ante la disyuntiva de defender la salud y defender la vida versus defender la inversión y la actividad empresarial, los empresarios y finalmente el gobierno optan por esto último, sin rubor y sin preocuparse por maquillar sus incoherencias. Solo así se explica que el ejecutivo -tras anunciar lo contrario- permita la continuación de la actividad de maquilas, call center y otras grandes empresas. Solo así se comprende la ausencia de medidas económicas y sociales de choque que beneficien a sectores empobrecidos.

Plan de emergencia económica o campaña electoral

En Guatemala, el 69.7% de la población ocupada se desempeña en la economía informal; el 23.4% de la población vive en pobreza extrema (39.8% en poblaciones indígenas) y el 59.3% en pobreza; el 46.5% de niñas y niños menores de cinco años sufre desnutrición crónica (Encuesta Nacional de Condiciones de Vida, 2014). Esta es la población más vulnerable a cualquier tipo de enfermedad y crisis, que debería ser prioridad en las políticas económicas y sociales.

El Programa Nacional de Emergencia y Recuperación Económica anunciado el miércoles 18 por el Ejecutivo pasa por encima de esta realidad. Medidas para las empresas (crédito fiscal), leyes que favorecen el comercio y la inversión (leasing, alianzas público-privadas), megaproyectos (Metro Riel, Tren Rápido, zonas francas, nuevos puertos), construcción e infraestructura como motores de crecimiento (vivienda vertical, carreteras). Muchas de las propuestas anunciadas por Giammattei forman parte de su programa de gobierno y de la agenda de competitividad negociada con los empresarios. Muchas de las medidas no responden a la actual emergencia sino al impulso de nichos de acumulación. Su lógica macroeconómica es simple: si la economía crece (aunque sea para los de siempre) nos beneficiamos todas y todos. Socialmente, esta lógica se desmorona: la continuidad de lo que ya veníamos haciendo profundizará las desigualdades existentes.

Una de las contradicciones implícitas en el Programa es que uno de los ministerios más corruptos y contrarios en su actuación al bien común, el Ministerio de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda, está llamado a ser el abanderado de la supuesta reactivación económica. Otras instituciones de actuar clientelar y transparencia dudosa (Ministerio de Desarrollo Social) se fortalecen en la coyuntura.

Estado al servicio de las élites 

El Estado guatemalteco no está concebido para la garantía del bien común. Funciona históricamente como instrumento al servicio de intereses empresariales (exenciones fiscales, criminalización y judicialización de los movimientos sociales). Hasta ahora, los intentos tímidos de controlar la actividad empresarial durante la crisis han chocado con la resistencia empresarial: el gobierno retrocede y el Estado regresa a sus orígenes, capturado y cautivo por las élites económicas y el pensamiento dominante.

El Estado que piensa en colectivo y actúa para la colectividad es una anomalía histórica. Este Estado (ideal, soñado) que otorga derechos a la mayoría de la población y la empodera para enfrentar la crisis, carece de identidad, recursos, vocación y en la mayoría de los casos, voluntad.

La solidaridad en cuarentena y por ahora confinada  

¿La crisis activa lo mejor de la sociedad, la solidaridad, el apoyo mutuo? Estructuralmente, el modelo de control de la expansión de la pandemia es, por sí mismo, desestructurador. En su artículo Coronavirus o reingeniería social a escala planetaria, Luis Bonilla describe la anormalidad del encierro en el que estamos aceptando vivir (sin negar la necesidad de medidas de prevención): 

"Del terror a viajar se pasa al horror por el contacto humano, como si el vecino, el amigo, la persona que encontramos en el metro, el autobús o la calle fuera un potencial vector, un peligro para nuestra salud. Los cimientos de la vieja sociabilidad de la primera, segunda e incluso de la tercera revolución industrial se ven cuestionados. La deshumanización adquiere una nueva escala y el desencuentro se convierte en un "acto responsable". Se naturaliza el desencuentro humano. Podemos vivir sin estar en contacto con los otros y otras pareciera ser el mensaje que se instala en la civilización humana". 

La comunicadora y feminista boliviana María Galindo se hace eco de la contradicción entre la necesidad de aislamiento y las relaciones colectivas y solidarias

"El coronavirus es un miedo al contagio. El coronavirus es una orden de confinamiento, por muy absurda que esta sea. El coronavirus es una orden de distancia, por muy imposible que esta sea. El coronavirus es un permiso de supresión de todas las libertades que a título de protección se extiende sin derecho a réplica, ni cuestionamiento. El coronavirus es un código de calificación de las llamadas actividades imprescindibles, donde lo único que está permitido es que vayamos a trabajar o que trabajemos en teletrabajo como signo de que estamos vivos. El coronavirus es un instrumento que parece efectivo para borrar, minimizar, ocultar o poner entre paréntesis otros problemas sociales y políticos que veníamos conceptualizando. De pronto y por arte de magia desaparecen bajo la alfombra o detrás del gigante. El coronavirus es la eliminación del espacio social más vital, más democrático y más importante de nuestras vidas como es la calle, ese afuera que virtualmente no debemos atravesar y que en muchos casos era el único espacio que nos quedaba. El coronavirus es un arma de destrucción y prohibición, aparentemente legítima, de la protesta social, donde nos dicen que lo más peligroso es juntarnos y reunirnos". 

En Guatemala, la epidemia nos atrapa en un contexto de debilidad de las luchas sociales, a nivel nacional y sobre todo comunitario, en parte agudizada durante el pasado periodo electoral (cooptación, división del campo social). Sin embargo, aunque de forma limitada, los debates y la reflexión se incrementan, al menos en estos temas:  

·       ¿Cómo enfrentamos la crisis y asumimos la distancia física (prefiero este término al de distancia social), buscando al tiempo la rearticulación?
·       ¿Cómo promovemos solidaridad y comunidad, frente al cómodo individualismo y el sálvese quien pueda?
·       ¿Cómo actuamos en la emergencia y lo inmediato, al tiempo que cuestionamos la responsabilidad de las personas y el modelo de desarrollo en la propagación del coronavirus, como alertan entre otros, Alejandro Tena, Silvia Ribeiro o Raúl Zibechi?
·       ¿Cómo difundimos la idea fuerza de una pandemia acelerada por la permanente destrucción de la madre tierra y de los vínculos entre personas y naturaleza, y por tanto la necesidad de recuperar el equilibrio y las relaciones naturales? (ver Mario López, de Asociación Ajkemab, entrevistado por Asociación Maya Uk´ux b´e). En este sentido las cosmovisiones de los pueblos indígenas y las prácticas de resistencia plantean lecciones para la prevención de la crisis. 

En definitiva, estamos pensando cómo recuperar una normalidad que ya no va a ser y no puede ser la misma, si no está construida sobre la comunidad, el equilibrio entre todos los seres vivos y la solidaridad.

Toca redefinirnos y redefinir nuestras márgenes y formas de lucha, para que lo mejor de nosotras y nosotros se ponga al servicio de la emergencia coyuntural y la histórico-estructural.


➛Lecturas posibles




Cuando el silencio es ley, la razón se desborda

Andrés Cabanas, 11 de marzo de 2020 

Las denuncias por violencia contra las mujeres y violencia sexual dentro de las organizaciones sociales no son nuevas ni desconocidas. No ha sido una sola, sino varias y diversas las veces que personas y colectivos de mujeres cuestionaron esta realidad. La falta de respuesta a las demandas nos estalla hoy, en la cara y en las conciencias, como un río enorme desbordado en época seca.

Recuerdo, por ejemplo, las discusiones ásperas durante el Foro Social Américas Guatemala (Universidad de San Carlos, 7 a 12 de octubre de 2008) cuando movimientos sociales guatemaltecos se negaron a condenar a Daniel Ortega, acusado por su hija Zoilamérica (22 de mayo de 2008) de abuso sexual y violaciones continuadas.

Me consta que articulaciones de mujeres han propuesto desde hace años pactos políticos para el reconocimiento de las luchas diversas y el combate a la violencia, sin resultado. Por el contrario, mientras estos pactos no sucedían, en asambleas, talleres, marchas, se formaban comités de seguridad para evitar que compañeros asaltaran durante las noches los cuartos o lugares donde las compañeras pernoctaban. Paradoja: mujeres dignas y libres expuestas al sueño-monstruo emancipador. 

He tenido conocimiento y he participado en debates donde organizaciones de mujeres y feministas demandaban que el combate a la violencia machista fuera prioritario -o visible- en la agenda estratégica de los movimientos; que se abordaran las relaciones de poder y la toma de decisiones desigual, sin que esa demanda se hiciera proyecto político real, más allá del discurso.

En ocasiones he acompañado (sin herramientas metodológicas, por cierto) denuncias individuales de acoso, agresión, violación, violencia en el espacio físico y/o el espacio seguro de la organización. Las denuncias se cerraban sin reconocimiento real de la gravedad de los hechos y la responsabilidad del autor, y, por tanto, sin medidas de rectificación. En el peor de los casos (o sea, la cotidianidad) las agredidas denunciantes eran cuestionadas (qué andabas haciendo y dónde estabas cuando te sucedió eso), acusadas de dividir movimientos, expulsadas de su puesto de trabajo, insultadas

En fin, conozco situaciones en las que la judicialización era negada por medio de amenazas telefónicas de muerte realizadas desde la propia institución social. En otras, los procedimientos de diálogo colectivo para la reparación (una vía a explorar, distinta de la conciliación) se saldaban con regaños a la agredida y demandante, y recomendaciones de que desistiera de acusar para no perjudicar la labor de las organizaciones. 

El silencio pesa como una losa y se convierte en sepulcro

Mientras los movimientos sociales crecíamos en discursos, proyectos, estrategia, nos hundíamos en las contradicciones y las incoherencias del día a día organizacional. La mano izquierda proclamaba utopías, mientras la mano derecha agredía, y operaba a partir del silencio. 

Esta es una clave: el silencio. La violencia machista intramovimientos es práctica demasiado común y normalizada, que se ha mantenido invisible por el miedo comprensible de las mujeres agredidas, y el miedo incomprensible de testigos, como yo mismo. ¿Miedo a qué? Todavía me lo pregunto: a debilitar los movimientos, a ser excluidos de espacios de decisión, a romper el pacto patriarcal, a cuestionar los mandatos… 

El 8 de marzo se difundió en las calles y en redes sociales una imagen con una pregunta-interpelación muy poderosa: ¿Hasta cuándo las organizaciones sociales seguirán solapando agresores? La interpelación señalaba las responsabilidades colectivas, por acción y por omisión, además de responsabilidades individuales  por resolver. Esta pregunta continúa sin respuesta y, lo más peligroso, sin suficiente debate. 

Es difícil saber a dónde vamos a llegar. Todavía hoy, 11 de marzo, días después del cuestionamiento directo, seguimos esperando posicionamientos de movimientos sociales, que reconozcan la gravedad del problema y propongan salir del lodazal colectivo en el que nos metimos. Deseamos que las organizaciones, al menos algunas, den el paso y respondan con argumentos y propuestas. 

Necesitamos autocrítica, reconocimiento, rutas para encontrar el equilibrio (o recomponer la cordura) entre la denuncia pública y la necesidad de preservar la seguridad de las denunciantes y las mujeres agredidas. Entre la justicia oficial que no existe y los mecanismos de justicia social que no están desarrollados: reconocimiento público, reparación. Entre la presunción de inocencia (como derecho, no como formalidad legal) y la negación sistemática de lo que es evidente. Entre la violencia que se ejerció y la rectificación necesaria para no volver nunca a hacer lo mismo.

Mientras el silencio pretende seguir siendo, a costa de la coherencia, la ética y la dignidad, el hartazgo desborda con razón los cauces reglamentados.