Guatemala es eso que no sucede entre una y otra actuación del Ministerio Público, institución que continúa marcando el rumbo de la agenda política y las conversaciones sociales, al igual que lo hacen -con formas diferentes- los empresarios articulados en CACIF, integrantes del sistema de justicia, o los Marcos Rubio de turno.
El Gobierno tiene responsabilidad en esta situación. Podemos exigirle mayor compromiso y fuerza en el desmantelamiento de las estructuras de corrupción (sin negociar estabilidad a cambio de manejo opaco de presupuesto, especialmente en el Congreso de los diputados y el Sistema de Consejos de Desarrollo), así como una gestión política (no meramente técnica o continuista) de las instituciones y el presupuesto, que avance al menos en una concepción de Estado garantista y promotor de derechos mínimos.
Existe además responsabilidad social en el estancamiento que percibimos, ya que la notable división de acciones y a veces visiones de organizaciones sociales, comunidades, pueblos indígenas y diferentes liderazgos, impide lecturas conjuntas y complejas del contexto, y construcción de estrategias de lucha complementarias (no necesariamente equivalentes) en el corto, medio y largo plazo.
Los esfuerzos de resistencia, oposición, organización, incidencia y en algunos casos participación activa en instancias del Estado, no logran confluir y generar una ruta de transformación. La permanencia en muchas organizaciones de una cultura política marcadamente competencial (agudizada por el inicio de la disputa electoral), que implica exclusión y parece regocijarse con los fracasos de los otros; la falta de renovación de espacios y formas de toma de decisión; la preeminencia de la decisión del líder o dirigente sobre las bases o comunidades; la presencia todavía irrelevante de juventudes (por tanto de renovación de visiones) en muchas organizaciones históricas referenciales; el predominio de estrategias hacia dentro (que refuerzan la identidad y cohesión grupales pero son débiles en su capacidad de articular grandes mayorías sociales no organizadas) continúan siendo déficits que dificultan necesarios esfuerzos y llamamientos para acciones comunes.
Por fin, la baja participación de la mayoría de la sociedad, concentrada en la sobrevivencia pero también carente de referentes legitimados de acción política transformadora y de visiones estratégicas de país, es terreno abonado para la impunidad, el rearme del pacto de corruptos y la continuación de estructuras de exclusión e imposición.
El peligro es que este momento coyuntural, en el que el actual gobierno no es el gobierno de los pueblos pero tampoco es el gobierno preferido por las elites y los corruptos (históricamente voraces y partidarios del ejercicio absoluto del poder, incluyendo el simbólico) deje de ser un momento de transición y se convierta en un momento de continuidad de los poderes tradicionales.
Si concebimos el ahora como momento de transición, los esfuerzos sociales podrían dirigirse a la renovación del proyecto estratégico y las formas de organización, y su ampliación (concienciación, sensibilización, diálogo) con la sociedad no organizada pero con capacidad de indignación y de movilización (levantamiento nacional), mientras los espacios institucionales pueden ser utilizadas para alejar la amenaza de la represión y incrementar el ejercicio de derechos sociales, culturales y sobre todo económicos, en un país que enfrenta carencias inaplazables. Cómo se conjugan estas dos dinámicas (inmediata y estratégica) es precisamente el quid de la cuestión que puede abordarse, sí y sólo sí, en el marco de diálogos entre diferentes actores del movimiento, con prácticas renovadas de escucha y respeto, así como ejercicios de toma de decisión horizontal y construcción colectiva.
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