Cuando el silencio es ley, la razón se desborda

Andrés Cabanas, 11 de marzo de 2020 

Las denuncias por violencia contra las mujeres y violencia sexual dentro de las organizaciones sociales no son nuevas ni desconocidas. No ha sido una sola, sino varias y diversas las veces que personas y colectivos de mujeres cuestionaron esta realidad. La falta de respuesta a las demandas nos estalla hoy, en la cara y en las conciencias, como un río enorme desbordado en época seca.

Recuerdo, por ejemplo, las discusiones ásperas durante el Foro Social Américas Guatemala (Universidad de San Carlos, 7 a 12 de octubre de 2008) cuando movimientos sociales guatemaltecos se negaron a condenar a Daniel Ortega, acusado por su hija Zoilamérica (22 de mayo de 2008) de abuso sexual y violaciones continuadas.

Me consta que articulaciones de mujeres han propuesto desde hace años pactos políticos para el reconocimiento de las luchas diversas y el combate a la violencia, sin resultado. Por el contrario, mientras estos pactos no sucedían, en asambleas, talleres, marchas, se formaban comités de seguridad para evitar que compañeros asaltaran durante las noches los cuartos o lugares donde las compañeras pernoctaban. Paradoja: mujeres dignas y libres expuestas al sueño-monstruo emancipador. 

He tenido conocimiento y he participado en debates donde organizaciones de mujeres y feministas demandaban que el combate a la violencia machista fuera prioritario -o visible- en la agenda estratégica de los movimientos; que se abordaran las relaciones de poder y la toma de decisiones desigual, sin que esa demanda se hiciera proyecto político real, más allá del discurso.

En ocasiones he acompañado (sin herramientas metodológicas, por cierto) denuncias individuales de acoso, agresión, violación, violencia en el espacio físico y/o el espacio seguro de la organización. Las denuncias se cerraban sin reconocimiento real de la gravedad de los hechos y la responsabilidad del autor, y, por tanto, sin medidas de rectificación. En el peor de los casos (o sea, la cotidianidad) las agredidas denunciantes eran cuestionadas (qué andabas haciendo y dónde estabas cuando te sucedió eso), acusadas de dividir movimientos, expulsadas de su puesto de trabajo, insultadas

En fin, conozco situaciones en las que la judicialización era negada por medio de amenazas telefónicas de muerte realizadas desde la propia institución social. En otras, los procedimientos de diálogo colectivo para la reparación (una vía a explorar, distinta de la conciliación) se saldaban con regaños a la agredida y demandante, y recomendaciones de que desistiera de acusar para no perjudicar la labor de las organizaciones. 

El silencio pesa como una losa y se convierte en sepulcro

Mientras los movimientos sociales crecíamos en discursos, proyectos, estrategia, nos hundíamos en las contradicciones y las incoherencias del día a día organizacional. La mano izquierda proclamaba utopías, mientras la mano derecha agredía, y operaba a partir del silencio. 

Esta es una clave: el silencio. La violencia machista intramovimientos es práctica demasiado común y normalizada, que se ha mantenido invisible por el miedo comprensible de las mujeres agredidas, y el miedo incomprensible de testigos, como yo mismo. ¿Miedo a qué? Todavía me lo pregunto: a debilitar los movimientos, a ser excluidos de espacios de decisión, a romper el pacto patriarcal, a cuestionar los mandatos… 

El 8 de marzo se difundió en las calles y en redes sociales una imagen con una pregunta-interpelación muy poderosa: ¿Hasta cuándo las organizaciones sociales seguirán solapando agresores? La interpelación señalaba las responsabilidades colectivas, por acción y por omisión, además de responsabilidades individuales  por resolver. Esta pregunta continúa sin respuesta y, lo más peligroso, sin suficiente debate. 

Es difícil saber a dónde vamos a llegar. Todavía hoy, 11 de marzo, días después del cuestionamiento directo, seguimos esperando posicionamientos de movimientos sociales, que reconozcan la gravedad del problema y propongan salir del lodazal colectivo en el que nos metimos. Deseamos que las organizaciones, al menos algunas, den el paso y respondan con argumentos y propuestas. 

Necesitamos autocrítica, reconocimiento, rutas para encontrar el equilibrio (o recomponer la cordura) entre la denuncia pública y la necesidad de preservar la seguridad de las denunciantes y las mujeres agredidas. Entre la justicia oficial que no existe y los mecanismos de justicia social que no están desarrollados: reconocimiento público, reparación. Entre la presunción de inocencia (como derecho, no como formalidad legal) y la negación sistemática de lo que es evidente. Entre la violencia que se ejerció y la rectificación necesaria para no volver nunca a hacer lo mismo.

Mientras el silencio pretende seguir siendo, a costa de la coherencia, la ética y la dignidad, el hartazgo desborda con razón los cauces reglamentados.

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