El gobierno instaura la política de los tiempos cortos. Transitamos o nos hacen transitar de la amenaza
de cierre total del país por quince días a la ampliación real del
horario de movilización, sin que el Ejecutivo se digne a justificar las razones
de una y otra medida.
Hace muy poco estábamos derrotando la pandemia (3 de mayo, Vamos bien, Giammattei dixit) y hoy empezamos
el inicio del ascenso del ciclo de crecimiento acelerado (o algo así) sin
que oficialmente se informe, se explique, se debata sobre los impactos, los
sacrificios que exige esta etapa, las medidas necesarias (no las que se
anuncian en cadena nacional), el tiempo que va a durar esta fase en la que no
sabemos si estamos: no importa, dos semanas, un mes, un año, de todas formas vivimos
desde marzo en el día de la marmota, y lo que viene es otro día igual (como
parece gustar a los gobernantes.
Así estamos, sin
estrategias de salud y estrategias sociales que indiquen cómo responder a la
crisis derivada del COVID-19 y cómo atenuar la crisis social y económica, que
el momento de la pandemia multiplica.
Esta falta de
horizonte devela incompetencia técnica e incapacidad de gestión, que existen y
en alto grado: por ejemplo, el presupuesto
para salud y ayuda social (aunque escaso) no se ejecuta ni llega a la población.
Pero la carencia de ruta de amortiguamiento o salida de la crisis revela sobre
todo la sujeción de las políticas a las demandas del sector empresarial organizado,
que finalmente impone sus criterios economicistas frente al incremento de casos
de enfermedad y el número de muertos. Recordemos las presiones insistentes de
las cámaras empresariales para reiniciar actividades económicas todavía
suspendidas parcialmente, como los centros comerciales (no esenciales) y la construcción
de grandes edificios (actividad no esencial, puesto que las viviendas
construidas son destinadas sobre todo a sectores económicos de alto nivel
adquisitivo).
La política de los
tiempos cortos es funcional a la política del beneficio y la ganancia inmediata,
que acelera una nueva normalidad igual de excluyente e injusta que la
anterior. Es hija del individualismo y la insolidaridad, devenidas en conductas
sociales y políticas públicas. Se opera magistralmente a través del
ocultamiento de información o la tergiversación de la misma (muertes reportadas por el Ministerio de Salud versus muertes reportadas por el Hospital Rooselvet), la
centralización de la toma de decisiones, la exclusión de la población en la definición
de políticas.
La apelación
imposible a la responsabilidad individual (quédese en casa, lávese las manos,
guarde la distancia social) queda como la única medida consistente, a la
vez que incoherente, para sobrevivir en este desorden autorizado y controlado. Consistente
porque se repite desde el inicio de la propagación de la pandemia. Incoherente
porque no tiene en cuenta la realidad social mayoritaria: la necesidad de salir
cada día a buscar el sustento, la inexistencia de condiciones para el
aislamiento (hacinamiento) en los hogares, la falta de agua y condiciones para
la higiene adecuada en muchos hogares. Lo dice el Censo 2018:
44% de
los hogares cuenta solo con 1 dormitorio.
28% de los hogares cuenta solo con un
cuarto para todas sus actividades.
15 % de
los hogares obtiene agua a través de tubería fuera de la vivienda.
11 % de los hogares comparte
el servicio sanitario con otras familias.
La pandemia
hegemónica agudiza la crisis estructural. Vivimos en la incertidumbre, la inacción,
la mentira, el show mediático, a las puertas de un inminente colapso:
del sistema de salud (colapso total insostenible, en palabras de
médicos del Hospital San Juan de Dios),
económico y social, por el incremento de la pobreza y el hambre,
de la institucionalidad y el régimen político, que actúa siempre a espaldas de las demandas y problemáticas sociales. El Estado en general, la clase política y el sector empresarial insisten en mantener los tics autoritarios y excluyentes que definen la historia de este empobrecido país, aunque esta linealidad puede interrumpirse con estallidos sociales espontáneos y diversos, y el incremento de la acción social organizada.
Los tiempos cortos
generan incertidumbre y vulnerabilidad social: provocadas, hasta que se les
revierta en forma de hartazgo y estalle en los hocicos institucionales. En este momento es especialmente evidente un
Estado omnipresente, incluso en su voluntad reguladora del espacio y las
decisiones en el ámbito privado, a la vez que ausente e ineficaz en su papel de
regulador de la convivencia y garantía de derechos básicos.
Los
tiempos cortos tienen que ser respondidos con tiempos largos, aquellos que tienen en cuenta la multicausalidad que multiplica los focos de combustión social (a pesar de la
lluvia) y a todos los actores involucrados, no solamente a las élites
históricas. Planificación, propuestas integrales, participación
social y comunitaria, con acciones construidas a partir de la búsqueda del bien
común y el fortalecimiento de los derechos básicos colectivos: miradas y acciones en el corto y largo plazo, que vinculan la crisis coyuntural con la crisis estructural.
Andrés Cabanas, 1 de junio de 2020