La acción colectiva del pueblo tz'utujil de Tz'ikin Jaay Tinamit (Santiago Atitlán) para retirar “plantaciones” de tilapia degradadoras del ambiente y la salud, orienta un camino cuando las instituciones del Estado y el marco legal vigente son incapaces de responder a demandas colectivas. En este caso, la acción comunitaria se hizo imprescindible ante el silencio y/o la inacción de la Municipalidad, las instancias con competencias en el ambiente, los diputados y otros actores.
Cuando las leyes ordinarias son contrarias a las necesidades de los pueblos o son ignoradas si promueven derechos; cuando la institucionalidad opera a a favor de intereses privados; cuando los partidos políticos y representantes electores intermedian e inclinan la balanza, siempre, siempre, siempre, hacia la cancha de los poderosos, se impone la ley o decisión comunitaria, la que es definida por todas y todos.
El ejercicio de la autonomía política y la decisión comunitaria es funcional, no solamente porque da respuesta a problemas sino por su legitimación, a la vez causa y consecuencia de la articulación comunitaria. En un contexto determinado por liderazgos y representaciones corruptas, impositivas y excluyentes, alejadas de la búsqueda del bien común (mayoría de diputados, cúpulas de algunos sindicatos, fuertes y firmes operadores de la injusticia), sobresale la organización construida para representar la voz de las comunidades, que actúan y deciden a partir de las opiniones de las mayorías, después de largos periodos de reflexión y escucha.
Las y los representantes operan a partir de la expresión de la voluntad de las comunidades y su participación activa. Cabe decir que lo hacen asimismo de forma no remunerada, con carácter rotativo y con el fin del servicio y no del beneficio, a diferencia de la política tradicional profesionalizada y exageradamente retribuida, con salarios que no tienen relación con los resultados ni con el nivel de vida de la población.
Así como la acción comentada del pueblo tz’utujil abundan ejemplos de este ejercicio -cotidiano y/o extraordinario- de “autoridad compartida”. El levantamiento de 2023 (Pab’anem Yakatajem), criminalizado por sectores tradicionales de poder, es otro momento relevante.
Los pueblos originarios mantienen, a pesar de sucesivos intentos de aniquilación humana y de su base material y simbólica, formas propias de organización y resolución de conflictos. En esta fase de la historia, se amplían -por necesidad y decisión propia- los ámbitos de decisión, recuperando funciones que el Estado y las instituciones republicanas usurpan desde la invasión española.
La autonomía comunitaria y de los pueblos es fundamental en un contexto que apunta a un recorte todavía mayor de las posibilidades de acción en beneficio colectivo, apuntalado por la debilidad del proyecto democratizador propuesto desde el gobierno (que no transforma estructuras carcomidas y a estas alturas se limita a sobrevivir y gestionar lo que ya existe) y por la hiper atomización de la organización social, que plantea multitud de iniciativas, acciones, respuestas y demandas, sin consolidar un esfuerzo compartido.
La falta de participación activa de una mayoría de la población juega igualmente a favor de quienes consideran la política como la continuación de sus negocios, legítimos o siempre no, por otros medios. La desafección ciudadana es promovida sagazmente desde el poder tradicional, que pesca en el río revuelto de la desesperanza inducida, pero también consecuencia de la falta de estrategias de organizaciones sociales, incluidos movimientos comunitarios, para incorporar agendas y actorías de migrantes, comerciantes, transportistas, pobladores, agricultores familiares y otros actores que, paradójicamente, sostienen la economía del país y eventualmente son protagonistas de movilizaciones (como ocurrió en el levantamiento de 2023 y la reacción al golpe de Estado.
La indignación se canaliza o es instrumentalizada por sectores populistas conservadores, las necesidades profundas por iglesias evangélicas, las demandas locales por políticos y empresas hábiles que terminan operando solamente sus intereses.
En este marco, el próximo proceso electoral se prepara para consolidar el control corporativo del Estado, idealmente sin oposición molesta ni sorpresas como la de las elecciones de 2023. Controlar instituciones clave como el Tribunal Supremo Electoral (ya en marcha por la persecución al actual Tribunal y la negociación del fin de la misma a cambio de ¿?); impedir la participación de candidatos molestos; favorecer candidatos distractores; profundizar el control del poder territorial, clave para la articulación de las redes de corrupción y redes criminales que aseguran territorio; mantener dividida a la población, incluso organizada y concientizada, son parte de los procesos en marcha.
¿Resulta, entonces, ingenuo apostar de forma prioritaria al proceso electoral de 2027 como espacio central y parteaguas para iniciar la recuperación del Estado (o profundizar, reconociendo que la voluntad política y algunas acciones de este ejecutivo han detenido una radicalización autoritaria). Dicho desde otro enfoque: ¿es posible articular desde lo partidario-electoral como medio y la toma de la institucionalidad estatal actual como fin, una estrategia de redemocratización en el corto plazo y transformación raizal en el largo plazo?
En mi opinión, las alternativas necesarias parten de las múltiples formas de resistencia y acción social y política tejidas en las comunidades y territorios, a partir de las que deben construirse hojas de ruta y consensos mínimos, para enfrentar la captura del Estado y redefinir el marco de convivencia: el actual pacto constitucional de élite y el modelo de Estado excluyente en el que se expresa.
La acción partidaria-electoral puede ser una de las formas en las que organizaciones, comunidades y pueblos deciden actuar, a condición de que no sea la preponderante, y no imponga sus lógicas de competencia, fragmentación e imposición de las dinámicas electorales (candidaturas y otras) sobre las decisiones comunitarias. La priorización de las luchas sociales, comunitarias y territoriales sobre las electorales-institucionales implica también la necesidad de coordinar y articular esfuerzos entre actores y entre territorios, además de extender su ámbito de acción a sectores hoy considerados secundarios o marginales hoy en las luchas.
Así, la profundidad de la captura de este Estado por todo tipo de actores privados, que operan en su beneficio (oligarquía, militares, transnacionales, empresariado emergente, economía criminal, servidores públicos electos o designados…) debe acelerar la organización comunitaria y territorial para el ejercicio de la autonomía y la decisión propia, en todos los ámbitos de interés.
Al quedar establecido que el Estado desconoce las demandas poblacionales en el mejor de los casos o se colude con actores privados; establecida asimismo la limitación de las estrategias exclusiva o prioritariamente electorales, que buscan cambiar este sistema con los mismos argumentos que lo hacen inviable, se impone la necesidad de que sean las comunidades, colectivamente y a partir de sus formas propias, en articulación con otras comunidades y territorios, las que asuman la gestión y el desarrollo de lo público en sus territorios y, consiguientemente, asuman el protagonismo de la acción colectiva a nivel nacional.
En un contexto de profunda crisis de este Estado y su institucionalidad, incluyendo la intermediación de los partidos políticos, y de diversas expresiones de organización social y acción colectiva limitadas en su capacidad de construir alternativas, la organización de los pueblos sigue siendo un referente, no como imposible calco y copia, sino como aprendizaje y sobre todo como necesidad: es posible, a partir de la organización colectiva, basada en escucha, diálogo y búsqueda permanente de puntos de encuentro, recuperar la esperanza y la posibilidad de escenarios de justicia. Es la alternativa a la restricción de derechos y a un sistema que no da respuesta a demandas materiales y culturales de la población.
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